De buena tinta (electrónica)
Vía: El País.
Por MANUEL RODRÍGUEZ RIVERO
Sólo adquirimos conciencia de la importancia que tienen las cosas que damos por sentadas cuando las perdemos. De repente, las echamos de menos, y entonces nos dedicamos a buscarlas, a recuperarlas: elaboramos una nostalgia basada en la rareza de lo que fue abundante. Lo corriente se hace vintage: objeto de deseo, antigüedad de nuevo cuño, fragmento del pasado que confiere seguridad y al que dotamos de especial sentido, guiño de ojo a nosotros mismos y a nuestros contemporáneos. Nos hacemos coleccionistas.
Muchos de los curiosos que, hacia 1455, habían ojeado en los mercados del libro centroeuropeos algunas páginas de la Biblia de 42 líneas, compuesta a partir de tipos reutilizables por el oscuro grabador Johannes Gutenberg, pudieron pensar que la imprenta, aquel invento que iba a revolucionar el más formidable vehículo de producción y diseminación del saber conocido hasta entonces, acabaría con el noble arte de la caligrafía. La significativa proliferación de manuales para aprender a escribir con soltura y "buena letra" que circularon por Europa durante el siglo XVI tuvo que ver, además de con el aumento de la alfabetización, con la aprensión que suscitaba esa pérdida que se suponía efecto colateral de la nueva técnica.
Nunca ha existido tanto interés por el objeto-libro como ahora que comienzan a sonar las campanas de duelo. Cada año aumenta notablemente la bibliografía de "libros sobre libros": desde los puramente anecdóticos y divulgativos a los muy especializados en los que se analizan los distintos soportes de lo escrito a lo largo de la historia, sus técnicas de reproducción y distribución, las formas o dimensiones que ha adoptado la lectura a partir de los cambios materiales, las sucesivas modalidades de su recepción y consumo. Y, de hecho, la magnífica familia de los historiadores del libro -auténticos sabuesos expertos en encontrar e interpretar en su materialidad y vicisitudes "pistas" significativas- no ha cesado de crecer desde que grandes figuras señeras -Martin, McKenzie, Petrucci, Darnton, Chartier, por sólo citar algunas- establecieron los fundamentos de la nueva disciplina a partir de otras ciencias más o menos auxiliares. Y todo ello precisamente ahora, cuando no hay que ser un recalcitrante apocalíptico para darse cuenta de que el papel estelar del libro como objeto privilegiado de conocimiento le está siendo usurpado por otros soportes que lo terminarán desplazando del centro del sistema de comunicación a una zona próxima a su periferia.
No hay que llorar por ello. O al menos, no más de lo que lo hicieron nuestros antepasados cuando el rollo reemplazó a la tablilla, el códice al rollo y el volumen impreso al manuscrito. Y, tranquilos, no hace falta que desbaraten su presupuesto acaparando "libros-libros" por si escasean en el futuro: seguirán en el mercado (y en las bibliotecas) y vendiéndose en las librerías (en las que resistan la presión de hipermercados y libródromos) mucho después de que todos nosotros hayamos desaparecido. Pero convendría que la industria se fuera tomando en serio -y sin catastrofismos- que estamos asistiendo a la más radical de todas las revoluciones de lo escrito. Kindle, el invento de Amazon (más de 20.000 unidades vendidas al mes en Estados Unidos), y su competencia llegarán a Europa (al Reino Unido antes) en los próximos dos años. Razonablemente baratos, y con sus pantallas de tinta electrónica y tipos de letra e iluminación regulables, su potencial de conectividad, su peso razonable (300 gramos) y su cualidad de bibliotecas portátiles (hoy, hasta 200 libros), editables y renovables, los expertos esperan que su implantación sea casi tan rápida como la del iPod y similares. O los editores se ponen a digitalizar sus catálogos y a ofrecer el producto a precios competitivos, o en muy pocos años sus almacenes rebosarán de carísimas tablillas cuneiformes que seguiremos comprando los más viejos, los más nostálgicos o los más elitistas. No sé si me explico.Conviene que la industria editorial se tome en serio que asistimos a la más radical de las revoluciones de lo escrito
Por MANUEL RODRÍGUEZ RIVERO
Sólo adquirimos conciencia de la importancia que tienen las cosas que damos por sentadas cuando las perdemos. De repente, las echamos de menos, y entonces nos dedicamos a buscarlas, a recuperarlas: elaboramos una nostalgia basada en la rareza de lo que fue abundante. Lo corriente se hace vintage: objeto de deseo, antigüedad de nuevo cuño, fragmento del pasado que confiere seguridad y al que dotamos de especial sentido, guiño de ojo a nosotros mismos y a nuestros contemporáneos. Nos hacemos coleccionistas.
Muchos de los curiosos que, hacia 1455, habían ojeado en los mercados del libro centroeuropeos algunas páginas de la Biblia de 42 líneas, compuesta a partir de tipos reutilizables por el oscuro grabador Johannes Gutenberg, pudieron pensar que la imprenta, aquel invento que iba a revolucionar el más formidable vehículo de producción y diseminación del saber conocido hasta entonces, acabaría con el noble arte de la caligrafía. La significativa proliferación de manuales para aprender a escribir con soltura y "buena letra" que circularon por Europa durante el siglo XVI tuvo que ver, además de con el aumento de la alfabetización, con la aprensión que suscitaba esa pérdida que se suponía efecto colateral de la nueva técnica.
Nunca ha existido tanto interés por el objeto-libro como ahora que comienzan a sonar las campanas de duelo. Cada año aumenta notablemente la bibliografía de "libros sobre libros": desde los puramente anecdóticos y divulgativos a los muy especializados en los que se analizan los distintos soportes de lo escrito a lo largo de la historia, sus técnicas de reproducción y distribución, las formas o dimensiones que ha adoptado la lectura a partir de los cambios materiales, las sucesivas modalidades de su recepción y consumo. Y, de hecho, la magnífica familia de los historiadores del libro -auténticos sabuesos expertos en encontrar e interpretar en su materialidad y vicisitudes "pistas" significativas- no ha cesado de crecer desde que grandes figuras señeras -Martin, McKenzie, Petrucci, Darnton, Chartier, por sólo citar algunas- establecieron los fundamentos de la nueva disciplina a partir de otras ciencias más o menos auxiliares. Y todo ello precisamente ahora, cuando no hay que ser un recalcitrante apocalíptico para darse cuenta de que el papel estelar del libro como objeto privilegiado de conocimiento le está siendo usurpado por otros soportes que lo terminarán desplazando del centro del sistema de comunicación a una zona próxima a su periferia.
No hay que llorar por ello. O al menos, no más de lo que lo hicieron nuestros antepasados cuando el rollo reemplazó a la tablilla, el códice al rollo y el volumen impreso al manuscrito. Y, tranquilos, no hace falta que desbaraten su presupuesto acaparando "libros-libros" por si escasean en el futuro: seguirán en el mercado (y en las bibliotecas) y vendiéndose en las librerías (en las que resistan la presión de hipermercados y libródromos) mucho después de que todos nosotros hayamos desaparecido. Pero convendría que la industria se fuera tomando en serio -y sin catastrofismos- que estamos asistiendo a la más radical de todas las revoluciones de lo escrito. Kindle, el invento de Amazon (más de 20.000 unidades vendidas al mes en Estados Unidos), y su competencia llegarán a Europa (al Reino Unido antes) en los próximos dos años. Razonablemente baratos, y con sus pantallas de tinta electrónica y tipos de letra e iluminación regulables, su potencial de conectividad, su peso razonable (300 gramos) y su cualidad de bibliotecas portátiles (hoy, hasta 200 libros), editables y renovables, los expertos esperan que su implantación sea casi tan rápida como la del iPod y similares. O los editores se ponen a digitalizar sus catálogos y a ofrecer el producto a precios competitivos, o en muy pocos años sus almacenes rebosarán de carísimas tablillas cuneiformes que seguiremos comprando los más viejos, los más nostálgicos o los más elitistas. No sé si me explico.Conviene que la industria editorial se tome en serio que asistimos a la más radical de las revoluciones de lo escrito
0 comentarios